Cada mañana, antes de las siete, me asomaba a la
ventana para sentir la fresca brisa de la mañana, los lirios que colgaban de
las materas hacían que el color de las nubes se tornara entre lila y rosado. El
aroma de las flores que adornaban los jardines vecinos llegaba suavemente, casi
imperceptible, así como el olor de su piel a la madrugada. Nuestra casa pequeña
y muy acogedora estaba casi incrustada entre varias torres, recién construidas,
de modestos apartamentos repletos de personas que entraban y salían día y noche
con el afán que cada uno mostraba en su rápido andar o por el ronroneo continuo
de los motores de carros y motos de pequeño cilindraje.
El sol subía al cielo azul profundo más rápido de lo
que esperaba, y sus rayos alcanzaban a iluminar el verde de las colinas más
cercanas y tornaba casi azules las que se entrelazaban en la cordillera a lo
lejos. Las nubes, aunque pocas y casi como algodones, mostraban su sombra en
las montañas, yo inventaba dar forma de cada una imaginando dragones y
princesas.
El aroma del café-canela que sentía me hacía olvidar
la fragancia de las flores, y me alejaba de la ventana para acercarme a él por
su espalda, a estrecharlo con cuidado para no sobresaltarle cuando batía con su
cuchara favorita, la medida perfecta de
canela en polvo y azúcar. Los
rayos de sol reflejaban su sombra, que daba contra la pared verde pistacho, y
sentados junto a la mesa de madera torneada, jugaba con él a adivinar las
sombras chinescas que inventábamos mientras nos deleitaba sorbo a sorbo el
café-canela.
Cada día traía sus afanes, y sin querer sentíamos que unos
días parecían más largos que otros, salíamos a trabajar también presurosos y
con un abrazo fuerte y penetrante cada uno iba a sus tareas.
Él sabía cuándo se acercaba a la calle principal de su
trabajo, aunque caminara distraído con los pensamientos en nuestras charlas,
las que mezclaba con un aire de nostalgia por no estar más horas del día y de
la noche juntos. Oía, a cada paso que daba, cómo el murmullo de las voces,
risas y gritos, que se hacía cada vez más cercano de los niños y jóvenes que
presurosos entraban a sus aulas.
Él mantenía bien arraigada su idea de dejar huella en
la vida de los dueños de esas risas, casi se veía el humo de su cabeza cada vez
que se quemaba las pestañas haciendo cálculos, ecuaciones y matrices casi con
el rigor de las estadísticas para que cada uno de los despistados personajes,
encontrara sin pérdida de tiempo, qué hacer con sus vidas.
Al llegar a mi trabajo, cruzaba la puerta de metal,
sin detenerme a pensar que parecía más la entrada a una fortaleza que un lugar
donde se suelen forjar los sueños y los anhelos de quienes estaban allí. Al
entrar sentía en mi rostro una sonrisa fresca, con pasos ligeros, como
cervatillo que corre por praderas libre y sin temores; y con ánimo, iniciaba la
faena. Con algo de frío entre la chaqueta de lana y el sol evitando dar calor a
las paredes, yo misma pisaba la sombra de mis pies por las baldosas
relucientes, las que siempre estaban como recién lavadas por el porfiado
interés de quienes tenían esta tarea.
Volvíamos a nuestro refugio, algo cansados como cuando
el sol llega al ocaso e intraspasable por extraños. Pasábamos los días, tardes,
noches y semanas, armando castillos en el aire y entre risas y frescas frituras
de patacones y jugo de borojó, íbamos a dormir con ideas compartidas, con metas
futuras para alcanzar lo que haríamos al día siguiente: “tratar de conquistar
el mundo”.
La noche, como casi todas las noches estaba fría y la
luna entre tenues nubes, reflejaba poca luz, cerré la ventana que daba a los
jardines vecinos y noté mi sombra que se reflejaban junto a las materas
colgadas, las que cada mañana abrían sus pétalos como saludando el nuevo día, y
cada noche silenciosamente, cerraban sus hojas, como recogiéndose del frío.
Él dormía con el libro entreabierto entre sus manos, y
sentí con más fuerza por qué amaba su empecinada forma de ser. Procuré acomodar
mi cabeza en su hombro, sin hacer ruido para no despertarlo, sentí la tibieza
de su piel y me deslice muy cerca de su espalda.
Sin saber de dónde provenía, sentí un rumor que hacia
vibrar las paredes de color verde pistacho, la ventana se estremeció y un
silbido de viento entró ferozmente arrancando la persiana. Como si se tratara
de un tornado, la tibia sabana voló arrebatada por el fuerte viento, el ruido ensordeció
mis tímpanos, el frío cegó mis ojos, y en cuestión de segundos los techos volaron,
las torres vecinas con sus modestos habitantes corrían, recogiendo a su paso,
sillas, cobijas y lo que alcanzaran sus manos… grité su nombre con todas mis
fuerzas, busqué entre los ladrillos y tejas destruidas, volví a lo que una vez
fue la cocina, halle la mesa tallada, y entre polvo y rocas hallé su cuchara
preferida con la que tenía la medida perfecta del café-canela de cada mañana.
Ya no encontré su libro ni sus sabanas, las torres de
paredes acartonadas más cercanas están desmoronadas, como cuando cae una torre
de naipes, la gente aturdida no oía, no veía ni mucho menos pensaba. Me envolví
en la cobija que mantuve aferrada a mi espalda, la luz de la luna no reflejaba
mi sombra en el piso lleno de piedras y trastos ya viejos y destrozados sin
forma. Con tan solo una pocas nubes en el cielo, se vino un aguacero inesperado,
que calmo la nube de polvo y escondió los asustados personajes de las torres y
del barrio.
Busque también refugio entre los techos que mostraban
no caerse ya, sentí el aroma de las flores trituradas sin compasión por el
viento y las paredes, y a lo lejos susurro la sirena de alguna ambulancia que
presurosamente buscaba ayudar a las víctimas de tan inesperada borrasca.
Pareció eterno el tiempo hasta cuando se asomaron los
primeros rayos de sol, no veía a nadie, cual se hubieran esfumado, o tal vez a
todos habían rescatado sin que encontraran más a quien salvar. Volví a gritar
su nombre, lo llamé con insistencia, sacudí la cobija y aferre a mi pecho su
cuchara preferida. El cielo estaba entre azul y gris, hacía frío y caminé
presurosa tratando de hallar algo o alguien conocido.
A lo lejos, en un claro del camino que tomábamos cada
mañana él y yo a nuestros trabajos, divisé una fogata, varias personas y
objetos arrumados, como si esos objetos fueran reliquias valiosas como para no
perderlas. Se veían ollas, sillas, mesas, pedazos de un televisor y a algo
parecido a un computador. Nadie hablaba, solo estaban mirando todavía con
asombro lo que había sucedido, pero nadie daba razón de lo sucedido.
Caminé y al mirar al piso no vi mi sombra, el cielo
aun nublado hacia que el sol brillara poco, pero no vi mi sombra, di vueltas
sobre mi misma, a la derecha y luego a la izquierda, ¡mi sombra no estaba!
Los pocos postes de luz que todavía se mantenían casi
de pie, mostraban una ligera sombra, los edificios donde vivieron mis
presurosos vecinos se parecían a la Torre de Pisa, y su sombra casi contra el
suelo, daba buena cuenta del lamentable estado. Dónde hallarlo, ¿debajo de que
piedra o de que recodo podría estar?
Conociendo sus anhelos, sus alegrías, sus dudas y hasta sus temores,
sabía que apenas lo viera correría a darle refugio en un abrazo sin pensarlo
dos veces. Entró en mi pecho una fuerte presión que se traducía en amenaza, aunque
no veía las nubes y no jugaba imaginando las formas de dragones o princesas,
advertía fantásticamente en las cosas destruidas, monstruos y efigies
descomunales que venían a quitarme lo que más amaba.
Pasaron horas, no sabía si pocas o muchas, pero sentía
que ya transcurrían días y noches sin sentir su tibia espalda, sin sentir el
aroma de las flores del jardín vecino sin tomar el único e irrepetible
delicioso café-canela que preparaba para los dos cada mañana, y me aterraba no
ver reflejada mi sombra ni en las paredes ni en el polvo del pavimento.
El paisaje se volvió llano, sin colinas verdes o
montañas azules por el frío de las nubes, caminé por el árido terreno, y
todavía mi sombra no regresaba. Llegó la noche y mis huesos no respondían, mi
corazón latía lento y con un esfuerzo sobrehumano, solté la cobija, levanté la
mano con su cuchara favorita empuñada, grité su nombre sin reservas, decidida a
que oyera el vacío que ahora sentía, el rayo de la luna chocó con el metal de
la cuchara y un estallido reluciente y repentino me hizo vibrar y caer tendida
en suelo.
Cuando desperté sus ojos me miraron, me besó despacio
y calmo mis lágrimas, me susurró que sólo fue un mal sueño, que todo estaba
bien y que la tormenta de la noche pronto acabaría. Se levantó muy despacio,
cerró la ventana que por estar entreabierta dejaba entrar un viento frío. La
lámpara daba una tenue luz amarilla, suficiente para ver lo que preparaba,
sentí el aroma a café-canela, me levante sin miedo y sin presión en el pecho,
él me abrazó y en la pared de color verde pistacho se reflejó nuestra sombra, fundidos
en un abrazo.
Veo mi sombra reflejada con los rayos del sol o de la
luna, en las paredes, en el pavimento o en el agua y cada vez que caminamos
juntos, no hay dos sombras, ya se han fundido solo en una.
HELENA
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